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La guerra del silencio: El ascenso del noveno señor de la noche (Fragmento).
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

Autor: Gerardo del Río Olivera (Seigunabi) 

En proceso de creación.​

 

Vivo en la zona industrial a las afueras de una urbe oscura como el corazón de un viejo miserable y corrupta como los ojos de un niño sicario, en una  bodega abandonada en la que desde hace años me he instalado clandestinamente, adaptándola a modo de un loft descuidado y polvoriento, pasando mis días en una insensata y poco saludable soledad, sin Dios y sin Ley, inmerso entre bastidores de todos tamaños, con bosquejos y pinturas inconclusas, firmando mis pinturas con cinco seudónimos, mi preferido es Nomen Nescio (NN). A pesar de no haberle revelado a nadie mi paradero, aún recibo abajo de la puerta mensualmente, aquellos misteriosos sobres con dinero suficiente como para vivir sin incomodidades, sin embargo, hace varios años que los dejé de abrir, y ahí están amontonándose en una esquina como si fueran un montón de basura lista para ser reciclada o una insulsa y costosa instalación de arte conceptual.

Suelo ser cruel conmigo mismo, soy un psicópata en potencia, soy un esquizofrénico consumado, soy un nostálgico y un paranoico, vivo en mi antología interior de un pasado de luces idealizadas e irresueltas. Para mí pocas cosas contemporáneas merecen la pena, sin embargo, hay algo que en verdad me importa, algo irracional que en serio me hace sentido, me alienta y me excita, y esto es: mi obsesión por coleccionar ojos de mujeres. Con el tímido carácter que caracterizó a mi niñez insociable comencé por coleccionar los de una mujer onírica, tras la neblina de un sueño repetitivo que siempre me esfuerzo por reconstruir y que al no hacerlo fehacientemente he acabado inventando un poco para tapar mis lagunas mentales. Tenía cientos de cuadernos viejos donde dibujaba el contorno arcano de unos ojos de mujer obsesivamente hoja tras hoja, sin dejar muchos espacios vacíos; pues alrededor de ellos trazaba palabras o frases de significado abstracto, diagramas extraños, símbolos alquímicos o señales revoltosas que según en aquel tiempo, los explicarían con mayor claridad, pero que en cambio sólo los hacían más raros y enigmáticos. Han pasado los años y cada día me convenzo más, que los ojos de esa mujer eran los de mi madre.

Mi madre está muerta. Murió al darme a luz. Mi padre me dijo que antes de morir al menos ella pudo sostenerme entre sus brazos. Lo sé, esto suena a un cuento romántico inventado por él para darme alivio, pero no es así, pues entre nosotros no existen las concesiones. Nos llevábamos pésimo. Creo que lo odio. Sin duda su actitud déspota y su hermetismo sobre mí pasado familiar, son la principal causa de todos mis problemas psíquicos.  Sabría a ciencia cierta cómo era ella, si el viejo se hubiese acomedido en conservar aunque fuera una foto de su cara. Su afán por desaparecer de la vista, toda memoria de su difunta esposa lo llevó poco después de su muerte, a quemar en un tan extremista como exótico ritual de psicoterapia, todas sus pertenecías y recuerdos.

Años más tarde, uno de tantos psiquiatras que tuve le dijo que me dejara dibujar y que de hecho me estimulara a hacerlo a fin de que yo sacara mis verdes frustraciones. A veces se llevaba uno que otro cuaderno para entregárselo al especialista; luego de un tiempo, pienso yo, al ver que mi manía no era peligrosa y no lo estigmatizaba socialmente como padre de un enfermo mental, dejó todo esto de mi terapia para siempre y en resumidas cuentas, nunca supe cuál fue la conclusión de mi caso…  

 

No me interesa seguir hablando como un Edipo delirante; prefiero dejar esta queja y a mi padre por lo pronto.

 

En la pubertad simplemente recortaba las miradas de celebridades de revista que me parecían similares a las que yo encontraba por la calle y que escribían alguna pequeña historia en mis fantasías pre-adolecentes o bien que me inquietaban por su similitud con los de mi dichosa mujer soñada. Las pegaba en un diario con el cual me auto-engañaba llamándole bitácora, pues creía que con sólo darle un nombre más sobrio me sentiría menos afeminado al estar creando collages en mi cuaderno.

 

En pocos años pasé de ser un niñato pringado y llorón, a un hombre arrogante y excéntrico que ha procurado conservar cierta sensibilidad adolescente y algunos modales de décadas pasadas, pues según entiendo, esto generalmente seduce a las mujeres.

La soledad es evidente en mi semblante y hasta hace poco he llegado a la conclusión de que se esconde entre los trazos de mi única pintura inconclusa, el retrato de aquel hombre elegante y vicioso de sombrero, con el que solía conversar en una vieja cafetería del centro de la ciudad en mi adolescencia; un tipo duro, con una figura severa, un enigmático prestidigitador que portaba un extraño y viejo bastón con empuñadura de plata, y un gran puro humeante entre los dedos, en aquellos años, en que mi estilo de vida era tan simple, la vida del hijo de un magnate. Antes de que todo en mi cabeza se fuera a la mierda junto con mi padre. El retrato inconcluso de un profeta loco, quizá la versión tropical de un poeta maldito, o tal vez el fantasma de un sacerdote maya con disfraz de hacendado o capo mafioso, que me contaba historias fantásticas y anacrónicas, en donde él siempre era su inusual protagonista:

 

Aquel caballero misterioso, de sombrero negro de copa y lentes oscuros, escondía su mano de madera en el chaleco. Pensé que se trataba de la prótesis vieja de un manco, hasta que lo vi agitarla rápidamente con su muñeca convirtiéndola en una mano de carne y hueso, con la que sacó una pequeña ánfora metálica que aparentemente contenía licor, el cual vertió en su café. Aquel raro suceso, por algún motivo que aún entiendo, pues no me representaba peligro alguno, me aterrorizo en tal medida, que me levanté de mi booth, con la intensión de salir corriendo despavorido de aquella cafetería. Empero, me quedé petrificado cuando pude sentir sus ojos penetrantes traspasando aquellos lentes oscuros, mirándome fijamente. Desde su lugar me habló entonces y su voz profunda y aguardentosa, corrompió mis más primitivos impulsos de supervivencia, en aquella mañana donde arreciaba una tormenta de días, que parecía no tener fin.

-No tienes por qué irte, de hecho, te felicito muchacho. Lo que descubriste no quise mostrártelo, pues según yo, este no era el momento de revelarme, y sin embargo, tuviste por ti mismo la suficiente concentración como para agujerar el espejo negro de las apariencias. Has sido un joven testigo del auténtico fenómeno de la espiritualidad, has tenido un encuentro con el poder verdadero, ese que está más allá de los reyes de sus gobiernos. No es algo que suceda a diario. Muchos santos y místicos pasan toda su vida en penitencia y austeridad esperando testificarlo. Deberías estar contento.

- ¿Cómo hizo eso? ¿Es usted un ilusionista, un mago, un prestidigitador?- Le pregunté mientras lleno de curiosidad y olvidando el protocolo, me levanté de mi asiento para sentarme en su mesa lentamente pero sin siquiera pedirle permiso.

-Nada de eso, quizá sólo soy un atractivo y convincente asesino en serie, que terminó por causarte una tremenda sugestión. Un loco que enloquece, que engaña, que enseña al prójimo el arte del autoengaño. Un santo de piedra o un diablo creativo que sabe improvisar buenas respuestas: portador las llaves del paraíso y de los infiernos.

-¿Cuál es su nombre?-Pregunte intrigado y bastante confundido por su respuesta.

-Me llaman de muchas formas, tengo muchos nombres, todos mis nombres me gustan en cierta medida.- Dijo mientras sacaba de su bolsillo un puro que al agitarlo dos veces se encendió por sí mismo. Otro truco barato que en aquel tiempo me dejó atónito. La camarera se acercó hasta la mesa en ese momento:

 

-Señor no se tiene permitido fumar en el establecimiento, le ruego que apague su puro

-¿Cuál puro? Le contestó el sujeto al tiempo que sacaba una gran bocana de humo de la boca.

- ¿Puro? Perdóneme, ehh, estaba distraída… ¿Van a ordenar algo más? Dijo la camarera algo confundida, agitando la cabeza mientras se sobaba levemente la frente.

-Sí, llévese el azúcar y tráigame un cenicero, si no tiene uno, con un plato hondo bastará.

-Claro que sí, estoy a sus órdenes, con permiso. Le dijo la mujer en automático, quien sin más se retiró de nuestra mesa.

-No entendí nada de lo que acaba de pasar. Confesé al intrigante sujeto.

-La gente ve sólo lo que está dispuesta a afrontar, por eso vivimos inmersos en el reflejo de los sentidos y de las carencias. Así ha sido la trágica historia del género humano. Sabes muchacho, odio que me traigan azúcar para mi café, sólo el que toma su café sin azúcar es capaz de aceptar lo que venga, es capaz de aceptar las cosas como son, como le llegan, sin estarse quejando con los dioses antiguos o con los tan solicitados dioses hebreos. Los dioses de cualquier cultura detestan a los quejosos. Los que los aman las quejas son los dirigentes de las religiones porque eso les deja mucho dinero.

Los europeos nos trajeron a su Dios de azúcar y entonces vino la hecatombe. Los europeos tienen su historia con el azúcar. Tanto la amaron y le enseñaron a todo el mundo a adorarla, derramando la sangre de nativos y negros esclavos en sus crueles ingenios azucareros, que se montaron una industria floreciente sobre las selvas más bellas de América, devastando todo a su paso, acabando con ecosistemas enteros. Un embeleso del que aún no nos podemos zafar. Una azúcar por la que todo el mundo sigue pagando intereses. Una catástrofe...

-Pero le pone licor de caña a su café.- Le dije orgulloso de mi puntual critica.

-No porque la verdad sea amarga tienes que vivir amargado. En el sueño del hombre blanco está el azúcar, en el sueño de sus pueblos oprimido nacieron de esos mismos ingenios, los licores que atontan, que confunden, que hacen olvidar las penas, la única herramienta del miserable para aguantar aquella realidad de sometimientos. Los oprimidos son generosos en su misera, por esto, siempre que me asomo al frasco, esta lleno de ron o de mezcal, así que nunca he tenido que pagar por lo que bebo, digamos que esta ánfora nunca esta vacía porque siempre hay quien le ofrende algo de licor a este santo…

No recuerdo bien en que terminó esa charla; sólo recuerdo que él dejó la mesa primero que yo aquella tarde, y que cuando salió del lugar, al cruzar la calle lluviosa, golpeo con la punta de su bastón en la acera y luego dio un saltito del suelo, que estoy seguro, lo hizo levitar varios segundos, hasta que lo perdí de vista al pasar un autobús que lo ocultó y no pude distinguir a dónde es que se fue...

Continuará...

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